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La llamada de la selva boliviana

30/09/2009 13:20 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

Breve iniciación a un mundo dominado por los caimanes, los monos, las anacondas y las más diversas especies. Rurrenabaque, al Norte de Bolivia, donde la naturaleza en estado salvaje te saluda

Ojo, algo que observa. Tú nos los ves, pero allí están, agazapados. Una voz de alerta resuena entre la maleza. Ese misterioso sonido es contestado desde más allá. Tú continúas sin identificar ese ruido, mirando a izquierda y a derecha, arriba y abajo, intrigado, inmóvil. ¿Qué será? Estás vigilado las 24 horas del día, aunque no quieras. Por cielo, por tierra y por agua. Nosotros somos los intrusos. Les estamos robando su intimidad y ellos tan sólo te vigilan. No son esos seres de leyenda. Es simplemente el mágico juego de la selva.

El rugido del motor es lo único artificial que resurge entre el canto de pájaros, los aullidos de los monos y el agitado movimiento de los caimanes. Estoy en la sabana boliviana, en la pampa que forma el río Yacuma, muy cerca (aunque en Bolivia no hay nada cerca) de Rurrenabaque, a 18 horas en autobús desde la Paz o a una hora en avioneta.

Allí donde la naturaleza en su máxima expresión sirve de refugio a simpáticas capibaras, garzas rosadas que se asemejan a flamencos; jácaras, ibis cara pelada, sereres de río muy ruidosos; cardenales sin sotana; monos de dos especies; anacondas y boas de dos metros, cientos de tortugas sobre árboles desprendidos; delfines verdaderamente rosados, y los desafiantes caimanes, que no pestañean a tu paso.

Pero antes de dejarte seducir por ese embrujo había que atravesar, en una avioneta de 19 plazas, los andes bolivianos para descender a la pampa. Atrás dejábamos los tejados de uralita de esa mole de ciudad llamada el Alto de la Paz y nos adentramos en kilómetros de llanura, de esa aridez que caracteriza al altiplano. Y de repente surgen las montañas, blancas, desafiantes, puntiagudas, muy cerca de ti. Cuando aún no te has repuesto de tanta belleza, los ríos comienzan a ondularse como si de una serpiente se tratara, el blanco da paso al verde de los Yungas del trópico y ya no te abandona. En poco tiempo pasas del altiplano a los Andes, de las montañas a los Yungas y concluyes en los llanos.

El aterrizaje sobre una pista de hierba resultó cómodo, y eso pese a que nuestra avioneta partió con tres horas de retraso porque la lluvia lo había inundado todo. No fue difícil encontrar excursión. Las propias agencias esperan a pie de pista a todo viajero que no ha querido organizarlo desde la Paz. Mi grupo lo conformaríamos ocho personas (tres alemanes, un holandés, dos australianos y un inglés). Ufff cuánto ‘inglésparlante'.

Con Roberto de guía nos dirigimos en un maltrecho todoterreno por una más dañada si cabe carretera de tierra hasta Santa Rosa, a unos 120 kilómetros de distancia que nos costó tres horas recorrer. Calor y polvo. Los chaqueos no esquivaron la zona en la época seca y no fue extraño ver grandes extensiones arrasadas por el fuego. Las palmeras caídas se contaban por cientos. Una lástima.

Pronto comenzó a penetrar en la furgoneta un olor a selva mojada. Habíamos llegado. Tras achicar el agua de nuestra barca, nos acomodamos para adentrarnos en la pampa, para imbuirnos de esa magia para los sentidos y para dejarnos seducir. No era mi primera vez en un entono similar, pero sí sentía la misma curiosidad que un año antes había experimentado en la selva ecuatoriana de Cuyabeno. Ante mí tenía otra oportunidad de disfrutar de una naturaleza en estado salvaje, o casi.

Sus ojos destellan de día y de noche sobre las aguas color chocolate del río

La barca comenzó a navegar y, no muy lejos, las primeras capibaras salieron a nuestro encuentro. Curiosas y expectantes ante nuestro paso. Roberto, el guía, aminoró la marcha y pudimos disfrutar de la presencia de una familia de enormes roedores que, tras observarnos, regresó a la normalidad después de comprobar que no constituíamos ningún peligro. Viven en comunidades, en el agua y en la tierra, y era fácil ver a toda la familia (unas ocho crías por camada) bebiendo agua del río con las orejas bien atentas por si tienen que huir ante la presencia del feroz caimán, cualquiera de las cuatro especies que hay en la zona. No es para menos.

Sus ojos destellan de día y de noche sobre las aguas color chocolate del río. Giran la cabeza, pero su cuerpo permanece inmóvil, como dispuesto a saltar sin compasión sobre el bote, con la boca abierta, muy abierta, para asimilar de la forma más rápida el calor que necesita para compensar la temperatura de su cuerpo. No hay uno, hay cientos. Allá donde mires sobresalen sus ojos. A nuestro paso se deslizan sigilosamente al agua como si quisieran observarnos y darnos la bienvenida más de cerca. Darnos su particular bienvenida. Les observamos de día y de noche, y ahí seguían, impertérritos. Sus afilados dientes no resultan nada amigables.

A la orilla del río era fácil contemplar las tortugas llamadas charapas. Allí colgadas, apiladas unas sobre otras, haciendo equilibrios sobre un tronco desprendido, y sufriendo las olas que formaban nuestra barca. Y una nueva parada. Esta vez para percibir los movimientos juguetones de los monos silbadores y aulladores, allá encima de los árboles. Muchos de ellos intentaban beber agua del río con un ojo puesto en nosotros y otro, sobre todo, en los desafiantes caimanes que les amenazan.

Y qué decir de los cientos sonidos diferentes que resuenan por todos lados. Jaribús o batos, garzas y espátulas rosadas, gavilanes colorados, lechuzas, pavas pintadas o martín pescador llegan hasta el río a pescar, justo en el momento en que nos acercamos. Es el paraíso de los amantes de las aves y un estallido de colores. Pero también es el mundo perfecto para los entendidos en peces, en pirañas más concretamente. Mientras, el vuelo azul de la selva, el de las mariposas morfo, nos guía por el cauce del río y pone la nota de color en el infinito verdor de la pampa amazónica.

El viajero tiene garantizado ver, o mejor dicho sentir, la naturaleza en su máxima expresión, sin rejas, sin jaulas, ni hilos. Con quien es imposible sentir ninguna empatía son con esos animalitos pequeños, pegajosos, que traspasan cualquier tejido. Son los mosquitos. Pican y pican. No tienen fin. Pronto lo descubriríamos. Mosquitos que revolotean junto a polillas, avispas y abejas.

El hecho de estar en la sabana y no en la selva propiamente dicha nos acerca a los animales. La vegetación aquí es más escasa por la falta de agua y eso nos abre la puerta de su hábitat a simple vista. El río no tiene más de un metro de profundidad en esa época seca, lo que impide viajar más deprisa.

Tres horas por el Yacuma y llegamos a nuestro albergue, con capacidad para 40 personas. Maravillados, pero un poco magullados. Unos pasamos las horas contemplando las estrellas, dejándonos seducir por esos sonidos indescifrables y escribiendo todas esas sensaciones de paz para no olvidar ninguna. Otros prefirieron acercarse a un mirador cercano y degustar unas frías cervezas en compañía de otros viajeros que dormían en alguno de esos albergues que a lo largo del recorrido habíamos descubierto.

Por Mar Peláez


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